lunes, 17 de marzo de 2008

UN CADÁVER PELIGROSO


POR:LUIS CARLOS DOMÍNGUEZ PRADA

Así fue denominado. Y alegando razones de seguridad -¡de seguridad!- y sanitarias -¡sanitarias!-, una más inicua que la otra, fue sepultado clandestinamente, sin honras, tal vez en el ultraje de la fosa común.

Pero ¿qué? Ya antes un general del ejército se había robado –sí, robado- el cadáver del sacerdote guerrillero cuya imagen por años compitió con la del Che no sólo en las camisetas sino en el corazón de los jóvenes ansiosos de cambiar el mundo. Y cuarenta años después ese general reconoció el hecho; pero no como una vergüenza, sino con la naturalidad con que los militares de honor, de esos de antes, de algunas de las guerras civiles del siglo antepasado, narraban al tiempo que sus hazañas bélicas, cómo después enterraban a los muertos –propios y contrarios-, aliviaban la sed de los heridos y curaban a los prisioneros.

Eran otros tiempos….

Y ese general que se robó el cadáver de Camilo, cuando pleno de satisfacción contaba la táctica y la estrategia del operativo, dijo que lo hizo en aras de un fin superior que se cumplió a cabalidad: evitar que su tumba se convirtiera en símbolo y acicate de la vocación revolucionaria de los jóvenes. Se trataba de desaparecer a Camilo de la historia, borrar la página que había escrito, y quedara sólo la figura, el recuerdo de un sacerdote que lo más notable que había hecho era haber sido amigo de ese general.

El autor apenas narra lo que leyó. Y para mayor perplejidad, el general dice que era amigo suyo. Y de su familia. Y que el padre de Camilo lo trató de niño en consulta domiciliaria cuando cayó enfermo.

Violentar los dominios de la Historia, asaltar sus fortalezas y pretender escamotearle el poder del que fue investida para ungir con el óleo de la gloria algunas vidas. ¡Vana, torpe, infructuosa pretensión!

¡Y pensar que los militares se ufanan de ser Historiadores!


La familia de ese general y su ejército no van a tener el mismo problema cuando fallezca, y el día esté lejano porque no es esa la intención al traerlo en este escrito. Porque miles de jóvenes en el mundo no van a llevar su silueta en la camiseta, ni en los aposentos de miles de muchachos en el orbe va a haber un afiche con su imagen. No lo van a adoptar como emblema de un ideal, ni van a seguir sus pasos cuando quieran realizar sus sueños de gloria. Y lo más terrible que ya en vida le ocurre al general, es la certeza de una paradoja crudelísima: su nombre y su memoria van a pasar a la historia sí, pero por el hecho de que fueron sus tropas –no él, es de justicia aclararlo- las que mataron al padre Camilo. Y por ser él quien se robó su cadáver.

Pero Camilo aquí es un entrometido. No era él el invitado, ni el cadáver a tratar. Eso ocurre con los despojos ilustres. Así estén sepultados muy hondo o aún desaparecidos, siempre aparecen redivivos como un fantasma que se burla de sus verdugos y de sus desaparecedores. El personaje es Raúl, el cadáver es Raúl. Así en confianza. Los muertos ya no tienen títulos. Ya no es camarada, ni es enemigo, plebeyo ni aristócrata. O para ponerlo en los términos del odio en boga, de la mezquina historia que los hombres del poder hoy en este suelo dispusieron escribir, ya no es un terrorista. Ni un no terrorista. Son apenas los despojos mortales de un ser humano que fue y ya no es, de un cristiano si se quiere que clama sepultura, resto de naturaleza aún viva que demanda ser devuelta a la tierra para concluir su destino, nuestro destino, de fundirnos con ella. Todos. Sí; todos.
Lo dijo la más importante y poderosa autoridad judicial del país: cadáver peligroso no sólo para la seguridad nacional, sino para la salubridad pública. Y con tan odioso como espurio argumento, lo condenó – una más después de muerto-, a la ignominia de la fosa común, al sepulcro clandestino. Y a una inerme mujer, a no poder enterrar el cuerpo de su esposo.
“¿Cómo va usted a ser su mujer y cómo va él a ser su esposo si hace veinte años no están juntos?” le enrostraron y de esa abusiva y sarcástica manera declararon nulo el registro matrimonial que la ingenua mujer exhibía para reclamar el cuerpo. El enemigo no puede tener hijos, ni esposa, ni padres, ni hermanos. ¿Cómo los puede tener si carece de humanidad? Cualquier doliente suyo es fatalmente otro criminal. La prueba incontestable es esa condición: ¿no la están confesando acaso?
Es la ferocidad del poder, la impiedad de quienes lo detentan. Los mismos que denuestan de la ferocidad y la impiedad de su enemigo, y hacen radicar en ellas la razón para no reconocerle humanidad. ¡Ah! Al tiempo que por oposición a él, reivindican la pureza y la bondad de su causa, y exigen que el mundo se la reconozca. ¿Quién entiende?
No fue suficiente la osadía de la viuda y el solitario abogado que llenos de valor y dignidad y arrostrando todos los riesgos, se sometieron a deambular por los pasillos del poder donde les dijeron, autorizarían la entrega del cuerpo. ¿Y qué vieron? Si no fuera trágico, sería cómico: fieros hombres de mirada amenazante y el dedo en el gatillo del fusil, guardados por otros que en tanques blindados apuntaban el cañón hacia el fantasioso comando de rescate. Ello, en el recinto del poder dispuesto para guardar a los difuntos mientras reciben el salvoconducto para su descanso definitivo. En medio de ese teatro de operaciones bélico, una mujer y su abogado con un registro civil la una, un memorial poder el otro, objeto de toda suerte de registros, pesquisas y sindicaciones. Al final, nada. Lo que prima es la seguridad nacional y la salubridad pública para las que ese cadáver es un peligro. ¡A la fosa común!
Y como de cadáveres es obligatorio hablar, de ellos obligan hablar, tal el signo de los tiempos, estos donde el único triunfo es la muerte del otro, salta y se entromete en este lamento, uno que se los juro, tampoco era invitado, no pensaba en él. Y viene desde su eternidad aún sin sosiego porque tampoco lo dejan enterrar, y se me impone y me obliga a dejar esta constancia, que se los juro, es más suya que mía. Aunque yo la comparto:
¿Han visto ustedes me dicta Iván Ríos, rostro más sereno, expresión más beatífica, paz más plena y contenta, que la que resuma mi ser en la única fotografía publicada, cuando ya difunto mi cuerpo era transportado por mis enemigos? Los pintores del renacimiento no pusieron tanta excelsitud de espíritu en los rostros de los mártires que inmortalizaban en el lienzo. No me comparo ni igualo. Sólo hago alusión a una imagen.
Y ahora digo yo, a propósito de esta justa observación: difícil hallar imagen más patética, más contradictoria y más diciente de los absurdos de la guerra, que aquella donde aparece frente a ese cadáver así descrito por su dueño, un soldado de la patria con la tensión reflejada en cada músculo y la mirada aterrorizada apuntándole con el fusil, el dedo que se adivina nervioso a punto de apretar el gatillo.
¿Y han reparado ustedes, vuele Iván Ríos, los abismos de maldad que delata la mirada de mi asesino en las fotografías de los periódicos? El que por la paga prometida me mató junto a mi compañera, mientras dormíamos confiando en la seguridad que él, nuestro compañero nos daba.
Cómo no remitir estos episodios, sobre todo el de Raúl -así en confianza, simplemente Raúl aunque eso sea cabeza de proceso-, a Antígona. La misma que hace más de dos mil años inmortalizó y rubricó la superioridad de su causa frente al poder, cuando esa viuda Hilda Collazos, digo mal, esa hermana Antígona, desobedeció al señor presidente, digo mal, al rey de Tebas, para ejercer el derecho de sepultar a Raúl, digo mal, a Polinices, como lo mandaban las leyes de los dioses y la natural las que no podían ser revocadas por el presidente, digo mal, por el rey, y para que su cadáver no sufriera la ignominia de la fosa común, digo mal, de ser devorado por los perros y los buitres como lo había ordenado ya no se si el presidente de esa nación o Creonte el rey de Tebas.
Antígona sentenciada a muerte por el soberano en castigo por haber dado sepultura a su hermano, pone fin a su vida para no sufrir el suplicio. Su esposo Hemón, de dolor ante esta muerte, hace lo propio. Y la madre de éste Eurídice, esposa de Creonte, se suicida también ante el cadáver de su hijo.
¿Final? El rey, símbolo de la brutalidad del poder y la fuerza, termina sumido en la amargura porque su apelación a ultranza a aquellos, no produjo sino muerte. Y esta tocó lo que más amaba. Es la gran y maravillosa enseñanza de esta obra que como un evangelio ha remontado los milenios predicando un poco de mansedumbre: todos los muertos incluidos Polinices y Antígona los enemigos del rey, eran ya por la sangre, ya por el corazón, ¡sus hermanos!
¿Habrá quien entienda?
Y de pronto he sentido una profunda compasión pensando en los millones de personas de todo el mundo que desde hace cuarenta años peregrinan a la Higuera al lugar donde cayó el Che, destino exclusivo antes de que su cuerpo fuera entregado y sepultado por los suyos, y ahora también a Santa Clara. Una profunda compasión digo, al imaginarme la tumba de René Barrientos, ostentoso y olvidado mausoleo militar donde por años nadie ha arrojado una flor.

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