domingo, 11 de mayo de 2008

EL ATARDECER DE SOLEDAD DE LA ETERNIDAD


Cuento
Por Nelson Lombana Silva

Ensimismada, mirando el crudo atardecer, Soledad de la Eternidad recorrió maquinalmente el estrecho corredor, dejando escapar un lúgubre suspiro, perdiéndose en el reducido espacio de su modesta vivienda.

Al fondo, alrededor de una pequeña mesa sin pulir, Demetrio, su nieto, preparaba con abulia sus tareas. Era apenas un niño escuálido y desnutrido de mirada triste, que se alimentaba cuando su abuela podía brindarle un plato de caldo y una taza de agua de panela.

El dilema que embargaba a la octogenaria era inexorable, perdida en el cenagoso mundo de las meditaciones, miraba la distancia sin precisar el punto exacto. Era una tortura que no la dejaba dormir tranquila, quería que su nieto fuera el mejor estudiante de la región, pero siguiera pensando exactamente como pensaba ella.

El caserío, en el espinazo de una de las estribaciones de la cordillera central, se mantenía incólume, suspendido en el tiempo y en el espacio.

La vegetación exuberante, los ríos, riachuelos, quebradas y cascadas, se compaginaban con el canto alegre de los pájaros multicolores, el bramido del ganado y el relinchar de los caballos.

La callejuela principal era un camino de herradura, por el que circulaba los primeros habitantes envueltos en la penuria, pero llenos de estoicismo y heroísmo.

Fundado el 16 de julio de 1.895, por los intrépidos y aventureros antioqueños, que acosados por la pobreza, se habían aventurado a remontar la enhiesta cordillera en busca de una oportunidad, poco a poco iba creciendo, estirándose gelatinoso.

El tañer de la campana la sacó del laberinto. Se estremeció. Miró a través del corredor la calle desértica de las cinco de la tarde y como pudo se incorporó. Avanzó despacio, calculando cada movimiento como si caminara sobre huevos.

Es hora, le dijo al nieto, vamos.

Demetrio sin quitar la mirada del cuaderno refunfuñó mal humorado. ¿Otra vez a misa? Preguntó. Soledad de la Eternidad giró sobre sus pasos ofuscada. ¿Qué es eso? El niño guardó sus útiles de estudio y se dispuso para ir al vetusto templo de madera.

Al salir de su modesta habitación echó una mirada cansada por la estrecha callejuela y santiguándose caminó apoyada en el bastón, seguía del pequeño. Dobló la esquina, pasó la plaza de mercado y entró al frío y monótono escenario apolillado.

Mientras el niño se entretenía mirando el trabajo fatigoso de las tarántulas, estremecidas por el gélido viento del inexorable atardecer, el cura repetía el mismo repertorio con desgano y sin prisa, Soledad meditaba en silencio, casi ensimismada.

El camino polvoriento en los meses de verano y de lodazal en invierno era la primera huella de civilización que había resquebrajado el orden y la moral en el caserío. Siguiendo el rastro de los arrieros y cafeteros, habían llegado las meretrices y el circo de pacotilla que entretenía a chicos y grandes por igual.

La prensa llegaba con dos y hasta tres semanas de retraso, a lomo de mula, mezclada con los productos del mercado, utilizada en muchas oportunidades por el arriero para colocar sus pasaderas.

Sin embargo, era un acontecimiento importante, porque la mandamás se enteraba de los últimos sucesos, mantenía informado y su autoridad aumentaba o por lo menos se mantenía intacta.

Soledad de la Eternidad era la encargada de decir qué información podía llegar a la comunidad, sobre todo a la juventud. Era la matrona de la comarca y lo fue hasta su muerte.

"Os podéis ir en paz", dijo el cura. La anciana se incorporó y halando del brazo al niño se marchó despacio, tal como había llegado, abriéndose camino entre la concurrencia escasa.

¿Cómo le pareció la santa misa? Le preguntó a Demetrio que caminaba a su lado. Lo mismo, abuela, contestó sin medir consecuencias. Ya lo verás, dijo ofuscada, cuando lleguemos a casa. El niño no contestó, apenas frunció el seño y agachó su escuálido rostro.

La noche se fue extendiendo como manto oscuro y las tinieblas apenas era combativa por una que otra lámpara cóleman de los adinerados cafeteros y comerciantes de chucherías.

La matrona entró y mirando al nieto, le ordenó sentarse a su lado en una pequeña butaca de madera. ¿Por qué esa altanería? Preguntó. El niño no supo contestar, apretó sus fláccidas piernas y espero paciente los latigazos. Fueron certeros y contundentes. Retorciéndose de dolor se tiró al piso, contorsionándose y dando fuertes alaridos de dolor. "Eso es para que aprenda a respetar al Señor", dijo.

Así había sido impuesto la religión a la humanidad, a puro golpe limpio, a puro dolor y virulencia. Sin saberlo quizás, Soledad repetía maquinalmente los mismos procedimientos utilizados por los padres de la iglesia católica.

Demetrio se incorporó y sollozando se alejó a terminar sus tareas. Sus últimas lágrimas rodaron por su huesudo rostro, mojando el libro de ciencias naturales.

Leyó el roído libro sin pausa, pero sin concentración. No obstante, le llamó poderosamente la atención el tema: "El hombre producto de la evolución".

Se fija abuela, nosotros no fuimos creados, fuimos evolucionados, dijo Demetrio con ira contenida. Soledad lo miró por un instante y sin hacer comentario se dirigió a la cocina. A pesar del dolor producto de los latigazos, Demetrio sonrió, y terminando su actividad, ordenó los libros y memorizó las lecciones para el otro día.

Una vez cenaron, casi en silencio, Demetrio le preguntó por la vida municipal y la actividad del cura. ¿Sirve únicamente para decir misa? Preguntó.

El cura, dijo Soledad, es el representante de cristo en la región, cuya misión es salvar las almas y encaminarlas al cielo. ¿Cómo? Insistió el niño.

Voy a referirle una historia patética que ocurrió en este pueblo en el año de 1.936, dijo la abuela. Por esa época, la región fue sacudida por la masonería y el comunismo. Esas ideologías del diablo impregnaron a muchos habitantes y personas de reconocida prestancia.

Le tocó a la iglesia católica desplegar todo su poder divino para contrarrestar el vendaval de la incredulidad y los anuncios del anti cristo de estas ideologías.

El párroco, Manuel Agustín Rojas, gestionó para que arribara a esta población su sobrino seminarista, Alfonso Rojas Ramírez y dictara una conferencia sobre la masonería y los bolcheviques.

A mediados de este año, se llevó a cabo en la casa cural con la presencia nutrida de campesinos iletrados venidos de las diferentes veredas y sectores del poblado.


Cuando el seminarista arremetía con virulencia contra las ideas de Carlos Marx y V. I. Lenin, un grito estridente de ¡Abajo! surgió de la plaza de mercado, se escuchó un disparo y la noticia que el sepulturero, Ceferino Castaño había sido muerto por el presidente del concejo, Epimenio Alonso Guzmán, reconocido comunista.

No satisfecho con eso, se había armado de un martillo, el cual lo dejó caer con toda sevicia sobre la cabeza de Juan Castro, ocasionándole la muerte en el acto.

Estos hechos convulsionaron la comarca, degenerándose en asonada que controló la policía, el alcalde, Daniel Palma, y el personero municipal, Potracio Bazurto, con muchas dificultades.

A raíz del incidente, muchos habitantes fueron puestos presos, entre otros, Aquimín Martínez, Idelfonso Palacio, Belisario y Rubén Lombana, Rubén Gallego, José Leonidas Zuluaga, quienes fueron confinados en la penitenciaría de Ibagué.

Tuvo que interponer todo su poder el obispo de esta ciudad, Pedro María Rodríguez Andrade, para lograr su liberación. Y como la oración no fue suficiente, acudió al abogado, Juan María Arbeláez, quien finalmente los puso en libertad.

Todo fue terrible, por eso le digo que el maligno es puerto, no descansa y se expresa de diversas formas.

Demetrio la escuchó con suma atención. Su relato fue coherente y dramático que lo tuvo en vilo de principio a fin. Por eso, al terminar la anciana le preguntó sin ambages: ¿Por qué Dios no intervino y evitó la muerte de los habitantes? ¿Por qué el Obispo tuvo que colocar abogado para sacar de la cárcel a los prisioneros?

"Solo Dios lo sabe", dijo Soledad. El niño no insistió.

La pálida luz de la cóleman se iba extinguiendo poco a poco por falta de combustible. La abuela miró al nieto como intentándole comunicar su último mensaje. Pero el niño, se le adelantó y le preguntó: Abuela, ¿Qué sabe usted de mis padres?

"Dios santo", dijo la abuela cogiéndose el rostro arrugado y mirando el piso. No volvió a levantar su rostro, poco a poco se fue inclinando hasta caer bocabajo.

El niño se echó a gritar y pronto la comarca se volcó, dándole el último adiós a la matrona del pueblo, en ceremonia fúnebre que contó con la presencia del obispo. Se fue sin saber que el mundo cambia incesantemente y que el comunismo no es malo, malo el sistema en el cual se habita donde el centro es el dinero y no el ser humano.
Ibagué, mayo 11 de 2008

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